El Santo Rosario
INTRODUCCIÓN
La Santísima Virgen ha inspirado desde muy antiguo, y especialmente desde la definición dogmática de su maternidad divina (Concilio de Éfeso, año 431), una devoción profunda, cariñosa y entrañable. Esta devoción ha ido, con el tiempo, madurando y profundizándose en base a dos elementos muy importantes: la Revelación (Sagrada Escritura) y el sensus fidelium (unción especial que poseen los fieles o sentimiento sobrenatural guiado por el Espíritu Santo). Recordemos aquí que los dos últimos dogmas que ha definido y proclamado la Iglesia (la Inmaculada Concepción de María y su Asunción) ya eran creídos y proclamados desde hace siglos por los fieles cristianos.
Es necesario afirmar que sin una base evangélica o, más concretamente, cristológica, la devoción a la Virgen se desfigura y pierde su referencia esencial y, por tanto, su auténtico sentido.
Los fieles intuimos la santidad inmaculada de la Virgen y, venerándola como Reina gloriosa en el cielo, estamos seguros de que ella, llena de misericordia, intercede en nuestro favor y, por tanto, imploramos su confianza y protección.
No se puede negar la importancia y trascendencia de este planteamiento, desde la experiencia creyente católica, sobre la persona de Santa María. En la intuición de los fieles se encuentra un filón de verdad, acreditado por el mismo Magisterio de la Iglesia, el cual concede carta de ciudadanía a los sentimientos de los cristianos hacia alguien, en este caso hacia la Madre del Señor, como conocimiento y reconocimiento adecuado, en la fe, según la recta doctrina, y en consonancia con la predicación de la Iglesia y su oración.
EL ORIGEN DE UNA DEVOCIÓN
El Rosario, como forma de oración evangélica y mariana, germina y se desarrolla en la espiritualidad de la vida monástica, con préstamos de manifestaciones del Oriente cristiano.
La vida espiritual del monje se nutría de textos bíblicos a través de la Liturgia. La Palabra de Dios actuaba en el monje de dos maneras: por vía de reflexión o meditación y por vía de proclamación solemne de los textos sagrados. En la organización monástica en la que convivían monjes de alto saber y gran cultura con monjes iletrados, la Liturgia era común para todos, aunque no todos participaran de la misma manera. Biblia y Liturgia tenían que alcanzar a todos, tan sólo había que dosificar. El letrado se podía alimentar de numerosos textos sagrados a base de estudio. El iletrado podía alimentarse de fragmentos selectos a base de repetición o memorización de la Palabra de Dios. Se trataba de profundizar en el rico contenido de los escritos sagrados y asimilar la savia que proyectaban. El resultado era el mismo para todos: penetrar en lo posible en el conocimiento del misterio de Dios en Cristo Jesús desde el Evangelio, ayudados por la sagrada Liturgia. Desde luego no se proponía hacer sabios sino crecer todos en santidad. En este ambiente hay que colocar el nacimiento y desarrollo, sin duda providencialmente, del Rosario de María desde el plano de la historia.
Nuestro padre santo Domingo, al que tradicionalmente se le ha atribuido la invención del rezo del Rosario, no fue ajeno con toda seguridad a esta humilde forma de oración evangélica y la tomó como instrumento eficaz de evangelización. La misión de Domingo de Guzmán en el sur de Francia se centró en la actividad apostólica orientada a la conversión de los herejes. En 1215 y en principio se había dedicado a las controversias públicas teológicas frente a los cátaros. A partir del 1217 se percató de que la desviación de las gentes sencillas dependía de la prepotencia de los jefes, apoyados en al falta de instrucción de los fieles. Por esto asignó a los Predicadores un objetivo más amplio: la predicación en todas sus formas, con implicación en el colectivo de los laicos. Con intensa intervención de San Pedro de Verona se formalizó la Cofradía de la Virgen, que aglutinaba a todos los católicos fervorosos para defensa de la fe.
La negación por parte de los herejes de las prerrogativas de la Virgen María obligaba a la defensa y promoción del culto a la Madre de Dios. Para unos no era mujer, y por ende, Madre de Dios. Otros aceptaban que fuese mujer, pero negaban que Cristo hubiese tomado carne de ella. Para otros María había sido un ángel, por lo que la humanidad de Cristo era pura fantasía.
Fue precisamente esta actitud defensiva a favor de la Madre de Dios la que se prodigó en actos de culto, procesiones, prácticas de devoción mariana y diversa maneras de expresar la piedad. Las reuniones de los cofrades y los sermones en el templo fueron excelentes medios de instrucción. Pero ante el hecho de que muchos fieles eran iletrados, había que presentar las oraciones en su forma más breve y simplificada. El Pater noster y el Ave María se impusieron en su modalidad repetitiva. La proclamación de la Palabra de Dios a través de la predicación y la instrucción que facilitaban las cofradías garantizaba la reflexión necesaria que requería la repetición de las breves oraciones.
De esta manera, los elementos esenciales llamados a constituir el Rosario al servicio de la Iglesia habían hecho acto de presencia y aportaban frutos incipientes. San Pedro de Verona, primer mártir de la nueva Orden de frailes predicadores, supo aupar y aprovechar aquellas condiciones favorables y una centuria más tarde el beato Alano de la Roca (Alain de la Roche) organizará definitivamente las cofradías rosarianas difundiéndolas desde Colonia y extendiendo esta nueva forma de oración ya definida con el seductor título de Salterio de María. Estamos a un paso de San Pío V y Lepanto.
INSTITUCIÓN DE LA FIESTA
San Pío V, profundamente devoto del Rosario, como dominico ya de mucho antes de ser elevado al trono pontificio, como Papa tuvo una intervención decisiva desde sus mismos comienzos. En 1566, año de su elección, promulgaba una bula para la difusión de las cofradías del Rosario, a las que concedía numerosas gracias espirituales siguiendo el ejemplo de la tradicional Cofradía del Rosario del convento dominico de Santa María sopra Minerva de Roma. Pero el momento fuerte lo tuvo ante el peligro del poderío turco que avanzaba para hacerse con el Occidente cristiano. Tenía que responder a los deseos de la cristiandad de frenarlo y aglutinar las fuerzas de la cristiandad para conseguirlo. El piadoso pontífice, haciendo honor a su nombre, consiguió la unión de los príncipes cristianos en el orden material, pero estimuló a toda la cristiandad a que colaborase con la impetración de la ayuda de la Madre de Dios. La victoria de la armada cristiana en el golfo de Lepanto el 7 de octubre de 1571 fue la respuesta histórica a las gestiones del gran Papa. Su encíclica Consueverunt Romani Pontifices, de 1569, ofrecía ya la descripción íntegra del Rosario, que ha perdurado hasta el siglo XXI. El mismo Papa instituirá el 7 de octubre la fiesta local romana de Nuestra Señora de la Victoria en acción de gracias por el triunfo obtenido. Dos años después, en 1573, su sucesor el Papa Gregorio XIII convierte esta conmemoración en fiesta del Rosario de María, obligatoria en la ciudad de Roma.
Pero los turcos no cejan en su empeño, y María, por el Rosario, seguirá sin darles tregua. En 1683 el gran visir Kará Mustafá sitia la ciudad de Viena. Ante el peligro inminente la comunidad cristiana acudió a la Virgen rosario en mano y a los pocos días, sólo Dios sabe el porqué, los turcos levantan el sitio. Entrado ya le siglo XVIII de nuevo se presenta el peligro turco. Esta vez pudieron los católicos alejar definitivamente el peligro gracias a la acción militar del príncipe Eugenio de Saboya, que en la batalla de Petrovaradín (Zenta), a orillas del Danubio, conjuró el peligro, mientras el rezo del Rosario en la ciudad impetraba la ayuda de las armas de lo alto. Será por este hecho que en 1716 Clemente XI introduzca en el calendario universal del rito romano la fiesta del Rosario de María.
Y más cercana a nosotros tenemos también otra victoria: la caída del comunismo, anunciada por Nuestra Señora en persona en su aparición de Fátima mientras pedía vivamente el rezo del Rosario para alejar los males de nuestro mundo y salvar nuestras almas.
La Santísima Virgen ha inspirado desde muy antiguo, y especialmente desde la definición dogmática de su maternidad divina (Concilio de Éfeso, año 431), una devoción profunda, cariñosa y entrañable. Esta devoción ha ido, con el tiempo, madurando y profundizándose en base a dos elementos muy importantes: la Revelación (Sagrada Escritura) y el sensus fidelium (unción especial que poseen los fieles o sentimiento sobrenatural guiado por el Espíritu Santo). Recordemos aquí que los dos últimos dogmas que ha definido y proclamado la Iglesia (la Inmaculada Concepción de María y su Asunción) ya eran creídos y proclamados desde hace siglos por los fieles cristianos.
Es necesario afirmar que sin una base evangélica o, más concretamente, cristológica, la devoción a la Virgen se desfigura y pierde su referencia esencial y, por tanto, su auténtico sentido.
Los fieles intuimos la santidad inmaculada de la Virgen y, venerándola como Reina gloriosa en el cielo, estamos seguros de que ella, llena de misericordia, intercede en nuestro favor y, por tanto, imploramos su confianza y protección.
No se puede negar la importancia y trascendencia de este planteamiento, desde la experiencia creyente católica, sobre la persona de Santa María. En la intuición de los fieles se encuentra un filón de verdad, acreditado por el mismo Magisterio de la Iglesia, el cual concede carta de ciudadanía a los sentimientos de los cristianos hacia alguien, en este caso hacia la Madre del Señor, como conocimiento y reconocimiento adecuado, en la fe, según la recta doctrina, y en consonancia con la predicación de la Iglesia y su oración.
EL ORIGEN DE UNA DEVOCIÓN
El Rosario, como forma de oración evangélica y mariana, germina y se desarrolla en la espiritualidad de la vida monástica, con préstamos de manifestaciones del Oriente cristiano.
La vida espiritual del monje se nutría de textos bíblicos a través de la Liturgia. La Palabra de Dios actuaba en el monje de dos maneras: por vía de reflexión o meditación y por vía de proclamación solemne de los textos sagrados. En la organización monástica en la que convivían monjes de alto saber y gran cultura con monjes iletrados, la Liturgia era común para todos, aunque no todos participaran de la misma manera. Biblia y Liturgia tenían que alcanzar a todos, tan sólo había que dosificar. El letrado se podía alimentar de numerosos textos sagrados a base de estudio. El iletrado podía alimentarse de fragmentos selectos a base de repetición o memorización de la Palabra de Dios. Se trataba de profundizar en el rico contenido de los escritos sagrados y asimilar la savia que proyectaban. El resultado era el mismo para todos: penetrar en lo posible en el conocimiento del misterio de Dios en Cristo Jesús desde el Evangelio, ayudados por la sagrada Liturgia. Desde luego no se proponía hacer sabios sino crecer todos en santidad. En este ambiente hay que colocar el nacimiento y desarrollo, sin duda providencialmente, del Rosario de María desde el plano de la historia.
Nuestro padre santo Domingo, al que tradicionalmente se le ha atribuido la invención del rezo del Rosario, no fue ajeno con toda seguridad a esta humilde forma de oración evangélica y la tomó como instrumento eficaz de evangelización. La misión de Domingo de Guzmán en el sur de Francia se centró en la actividad apostólica orientada a la conversión de los herejes. En 1215 y en principio se había dedicado a las controversias públicas teológicas frente a los cátaros. A partir del 1217 se percató de que la desviación de las gentes sencillas dependía de la prepotencia de los jefes, apoyados en al falta de instrucción de los fieles. Por esto asignó a los Predicadores un objetivo más amplio: la predicación en todas sus formas, con implicación en el colectivo de los laicos. Con intensa intervención de San Pedro de Verona se formalizó la Cofradía de la Virgen, que aglutinaba a todos los católicos fervorosos para defensa de la fe.
La negación por parte de los herejes de las prerrogativas de la Virgen María obligaba a la defensa y promoción del culto a la Madre de Dios. Para unos no era mujer, y por ende, Madre de Dios. Otros aceptaban que fuese mujer, pero negaban que Cristo hubiese tomado carne de ella. Para otros María había sido un ángel, por lo que la humanidad de Cristo era pura fantasía.
Fue precisamente esta actitud defensiva a favor de la Madre de Dios la que se prodigó en actos de culto, procesiones, prácticas de devoción mariana y diversa maneras de expresar la piedad. Las reuniones de los cofrades y los sermones en el templo fueron excelentes medios de instrucción. Pero ante el hecho de que muchos fieles eran iletrados, había que presentar las oraciones en su forma más breve y simplificada. El Pater noster y el Ave María se impusieron en su modalidad repetitiva. La proclamación de la Palabra de Dios a través de la predicación y la instrucción que facilitaban las cofradías garantizaba la reflexión necesaria que requería la repetición de las breves oraciones.
De esta manera, los elementos esenciales llamados a constituir el Rosario al servicio de la Iglesia habían hecho acto de presencia y aportaban frutos incipientes. San Pedro de Verona, primer mártir de la nueva Orden de frailes predicadores, supo aupar y aprovechar aquellas condiciones favorables y una centuria más tarde el beato Alano de la Roca (Alain de la Roche) organizará definitivamente las cofradías rosarianas difundiéndolas desde Colonia y extendiendo esta nueva forma de oración ya definida con el seductor título de Salterio de María. Estamos a un paso de San Pío V y Lepanto.
INSTITUCIÓN DE LA FIESTA
San Pío V, profundamente devoto del Rosario, como dominico ya de mucho antes de ser elevado al trono pontificio, como Papa tuvo una intervención decisiva desde sus mismos comienzos. En 1566, año de su elección, promulgaba una bula para la difusión de las cofradías del Rosario, a las que concedía numerosas gracias espirituales siguiendo el ejemplo de la tradicional Cofradía del Rosario del convento dominico de Santa María sopra Minerva de Roma. Pero el momento fuerte lo tuvo ante el peligro del poderío turco que avanzaba para hacerse con el Occidente cristiano. Tenía que responder a los deseos de la cristiandad de frenarlo y aglutinar las fuerzas de la cristiandad para conseguirlo. El piadoso pontífice, haciendo honor a su nombre, consiguió la unión de los príncipes cristianos en el orden material, pero estimuló a toda la cristiandad a que colaborase con la impetración de la ayuda de la Madre de Dios. La victoria de la armada cristiana en el golfo de Lepanto el 7 de octubre de 1571 fue la respuesta histórica a las gestiones del gran Papa. Su encíclica Consueverunt Romani Pontifices, de 1569, ofrecía ya la descripción íntegra del Rosario, que ha perdurado hasta el siglo XXI. El mismo Papa instituirá el 7 de octubre la fiesta local romana de Nuestra Señora de la Victoria en acción de gracias por el triunfo obtenido. Dos años después, en 1573, su sucesor el Papa Gregorio XIII convierte esta conmemoración en fiesta del Rosario de María, obligatoria en la ciudad de Roma.
Pero los turcos no cejan en su empeño, y María, por el Rosario, seguirá sin darles tregua. En 1683 el gran visir Kará Mustafá sitia la ciudad de Viena. Ante el peligro inminente la comunidad cristiana acudió a la Virgen rosario en mano y a los pocos días, sólo Dios sabe el porqué, los turcos levantan el sitio. Entrado ya le siglo XVIII de nuevo se presenta el peligro turco. Esta vez pudieron los católicos alejar definitivamente el peligro gracias a la acción militar del príncipe Eugenio de Saboya, que en la batalla de Petrovaradín (Zenta), a orillas del Danubio, conjuró el peligro, mientras el rezo del Rosario en la ciudad impetraba la ayuda de las armas de lo alto. Será por este hecho que en 1716 Clemente XI introduzca en el calendario universal del rito romano la fiesta del Rosario de María.
Y más cercana a nosotros tenemos también otra victoria: la caída del comunismo, anunciada por Nuestra Señora en persona en su aparición de Fátima mientras pedía vivamente el rezo del Rosario para alejar los males de nuestro mundo y salvar nuestras almas.